Y ya el tiempo dispuesto para el viaje llegaba a su término. Había que ir planificando la vuelta. Teníamos que decidir que hacer la última jornada, y puesto que se suponía que habíamos ido allá a ver y pisar montaña, pues eso hicimos el último día. Acordamos subir nuevamente a la plataforma con el autobús y bajar andando por una ruta que hay paralela al río.
Al ser cuesta abajo se hace sin esfuerzo, el paisaje merece la pena y hasta permite la satisfacción de ver como otros esforzados excursionistas hacen el mismo recorrido, pero hacia arriba.
Pero evidentemente no somos los únicos que lo hacemos en el sentido cómodo. Más de uno ha optado por la opción fácil, pero desde luego no se puede decir que sean esforzados aunque lo parezcan.
Me doy cuenta que si el insensato animal continúa en mitad del camino, lo más probable es que acabe bajo las botas de algún caminante, así que me dispongo a arrojarlo a un lado del camino.
Cuando me dispongo a ello llega a mi altura un caminante barbado, con sandalias en vez de las acostumbradas botas, y una indumentaria tendiendo más a zarrapastrosa que informal.
Se detiene y observa lo que estoy haciendo.
Yo no soy muy experto en Biología o Zoología, por no decir nada, así que prefiero retirar al bicho con un palito antes que arriesgarme a tocarlo directamente. Ya lo hice con una oruga del pino, y las consecuencias no fueron muy agradables.
Súbitamente el curioso caminante me pregunta que qué estoy haciendo.
Le contesto que retirar de la vía pública al insensato animalillo antes de que acabe espachurrado.
Me responde que si no me doy cuenta de que estoy interfiriendo en la naturaleza, que el que va al parque tiene que dejarlo como lo dejó, sin que se note lo más mínimo nuestra presencia.
Le digo que si alguien pisa a la oruga, ésta sí va a notar una presencia extraña.
Me contesta que me compadece por tener la mentalidad que tengo, pero que estoy haciendo mal y me anima a que deje a la oruga a su suerte.
Le replico que después de andar los kilómetros que he andado, me ha costado una barbaridad el agacharme para hacer semejante acto de caridad y que ya tengo que amortizar el esfuerzo, y que se ponga como se ponga al bicho lo voy a echar a un lado.
Me responde que no está dispuesto a que lo haga, y que si lo llevo a cabo me atenga a las consecuencias. Como he dicho anteriormente, soy totalmente lego en Biología, así que no sé cuáles son las consecuencias, así que como el temerario bichito no se deja arrastrar con el palito, lo agarro con la diestra y lo arrojo fuera del camino, pero como uno es de letras y no sabe calcular bien las parábolas, da la “casualidad” que en medio de esa parábola se encuentra la cabeza del pesado. Y veo como es consecuente con su premisa de no interferir con lo que sucede en la naturaleza, porque hace un escuerzo y esquiva a la oruga voladora, que llega felizmente a terreno forestal y desparece entre los hierbajos a salvo de inoportunos pisotones.
El ágil excursionista me dirige una mirada furibunda y grita que me va a denunciar a los guardas forestales en cuanto los vea.
En un principio se me ocurre hacer con el gritón (hay carteles en el parque que prohíben gritar) lo mismo que con la oruga, pero opino que eso ya sería alterar demasiado el ecosistema del lugar, así que opto por guardar silencio pero no sin privarme de obsequiar al alterado ecologista una silenciosa “peineta”, lo cual provoca que acelere su marcha en busca de los guardas.
Decido en ese momento que por este año ya tengo bastante naturaleza, así que volvemos al camping para disponer todo para volver al día siguiente a la ciudad, donde pese a los prejuicios, parece que hay más gente normal de lo que parece.
Y aquí me hallo, dando punto final a esta crónica del viaje.
Jolín ¿qué tenía ese tipo contra las orugas? Eso me pasó a mi con un pequeño erizo y no veas como acabaron las manos, pero no lo ibamos a atropellar si más No?
ResponderEliminar