Ante ellos sólo se encontraba el sacristán del templo, ya que los católicos y el cura del pueblo habían huido hacía tiempo.
Cuando el grupo llegó ante la puerta del templo el sacristán les preguntó:
-Y bueno, ¿vosotros que queréis?
-¡Venimos a quemar la iglesia!, así que más te vale que te quites de enmedio, no sea que te echemos también dentro.
-Pero me parece un disparate que gastéis vuestra gasolina, ahora que tanta falta hace para la guerra.
-¿Es que se te ocurre mejor manera- le preguntaron los milicianos intrigados.
-Pues mira, en la Biblia misma tenéis la respuesta- respondió el sacristán con un tono un tanto temerario, mientras se sacaba de un bolsillo una pequeña y ajada Biblia.
Rebuscó en ella y pronunció solemne:
-¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?
Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo.
-¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?
Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo.
Así que ya sabéis os destruís vosotros, y ya tenéis destruido el templo de Dios.
Los milicianos lo miraron torvamente y uno de ellos, que parecía el que los lideraba, se acercó al sacristán, le arrebató el libro de las manos, leyó el texto mencionado, y le devolvió la Biblia mientras los otros esperaban expectantes.
Lanzó una risotada y exclamó:
-¡Mira!, como dice este libro: Tú fe te ha salvado. Y de paso has salvado a tu iglesia, y ¡hala!, vámonos nosotros con la música a otra parte, que ya encontraremos otros facciosos que quemar.
Y así fue como se salvó la iglesia de aquel pequeño pueblo.
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