Recientemente he tenido conocimiento de un caso de lo más curioso.
Una mujer acude al médico acompañada de su madre, ya mayor. Una vez allí le explica al galeno que su anciana madre comienza a dar muestras de senilidad. Se le olvidan las cosas, repite lo que acaba de decir, dice haber estado donde no ha estado y niega con vehemencia lo evidente y comprobado, que seguramente va a ser cosa de Alzheimer.
Se activa el papeleo y se somete a la señora a toda una batería de pruebas ya predeterminadas. Lo cual lleva tiempo, gastos y molestias. Todo ello con varios especialistas implicados.
Pasa el tiempo y la joven es citada para conocer los resultados. Una vez allí, se le comunica que su madre está perfectamente aparte de un poco de hipertensión, presbicia y algo de sordera. Nada grave.
La hija se niega a dar por bueno el resultado y apela a su derecho a conocer una segunda opinión.
Se le deriva a otro médico, el cual, por si acaso, vuelve a pedir prácticamente las mismas pruebas y alguna más por si acaso, más tiempo, dinero y molestias.
Cuando nuevamente son citadas hija y madre, el veredicto es el mismo, incluso se ha rebajado la hipertensión. La hija monta en cólera, monta una escandalera descomunal, amenaza con denunciar pero se conforma con poner una reclamación.
Casualmente, esperando a ser atendida, se halla una vecina de las dos implicadas, y cuando por fin es antendida, le comenta al doctor sotto voce:
-Pero, ¿le han hecho alguna prueba a la Juani, la hija? Porque esa nunca a regido muy bien y según le van cayendo los años cada vez está peor. Fíjese que el otro lunes me dijo que habían estado en la sierra pasando el fin de semana y el domingo por la mañana la saludé desde mi ventana mientras tendíamos.
Lo que ocurre es que es difícil hacer pruebas a alguien sin su consentimiento, pero vamos que sí se les podría haber ocurrido a los médicos al menos tratar de hacérselas.
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