Ayer, domingo, participé en una ceremonia religiosa. A la misma también asistió una madre con sus cuatro hijos pequeños.
Durante su transcurso, sus cuatro
vástagos jugaron, lloraron, corrieran, rieron, gritaron y se tumbaron en el
suelo. Todo ello bajo la más absoluta permisividad y beneplácito de su “encantadora”
madre.
De hecho, hasta llegaron a
interrumpir el acto en varias ocasiones. Todo ello para crispación paciente de
los demás participantes.
Se leyó el evangelio,
concretamente aquel en que un padre ruega a Jesucristo que sane a su hijo, y
este lo cura.
Pensé que era extraño que la
madre del hijo enfermo no hubiera acudido también a implorar el milagro, y, sin
duda influido por el ambiente en que me hallaba, llegué a la conclusión de que
el padre se había quedado a cargo del hijo. Éste le había proporcionado a su
progenitor una jornada de lo más animada: lloros, travesuras, destrozos,
negativas a comer, peticiones de lo más disparatadas, y el pobre padre, en un
arrebato de locura, le había propinado al hijo de sus entretelas, un bofetón
digno de Hulk, dejándole maltrecho y al borde de la tumba; lo cual había
llevado al desesperado padre a acudir a Jesús para pedir por la sanidad del
hijo antes de que volviera la madre.
Afortunadamente para él, en los
evangelios no se menciona su nombre.
Ocurre como con las mascotas, sin que quiera compararlas con los niños, son los padres, o los dueños, los que molestan, porque no son capaces, o no les da la gana, de exigir a sus pequeños un mínimo de compostura para evitar molestias al prójimo.
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