Hasta hace pocos días, el país se ha visto recorrido por una vorágine de celebraciones que hasta hace pocos años eran totalmente extrañas.
Se trata de las graduaciones. Hasta
hace poco esas ceremonias se reducían a agasajar a los que concluían con éxito
una carrera universitaria, pero ya no, todo vale. Ya se puede ver dicho rito
hasta en los preescolares que concluyen su primer año de formación.
Y es un negocio que mueve mucho
dinero: togas, catering, vestimentas para la ocasión de los que se licencian y
los que los acompañan, alquiler de locales, etc.
Incluso no hace falta haber conseguido
pasar con éxito el curso, con la excusa de hacer la ceremonia con sus
compañeros de siempre, los que van a repetir también participan, sin que sea
óbice para que al año siguiente repitan el festejo.
Sin duda se trata de una moda
introducida por imitación de lo que vemos en las películas del otro lado del océano,
y aquí, más papistas que el papa, pues la establecemos en todos los ámbitos.
No es una mala costumbre después
de todo, pero yo solo la dejaría para los que concluyen sus estudios
universitarios, los que aprueban una oposición y los que se jubilan. Para los
que aprueban el cursillo prematrimonial ya hay preparada otra ceremonia.
La verdad es que nos estamos pasando con esto.
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