Antes de la última intentona terrorista islámica yo ya había advertido la peligrosidad de los tonners de fotocopiadoras, faxes e impresoras.
Como trabajo en turno de tarde, me hallo al igual que mis compañeros desprovisto de asistencia de informáticos, mantenimiento, etc. aunque tiene la ventaja de que hay menos jefes y jefecillos supervisando la labor de cada uno.
Un día de éstos, el fax, un modelo de los primeros que llegaron a España, comenzó a advertir en la lengua de Shakespeare que el tonner lo tenía pelín vacío y que convenía reponerlo.
Y yo, sin encomendarme ni a Dios ni al Diablo, me puse a ello.
Ni siquiera me hizo desistir que por cada frase de las instrucciones en inglés hubiera todo un párrafo en japonés, y por supuesto nada en Español.
Y algo debí hacer mal, porque al tocar sutilmente una pestaña, la cual fue arrancada de cuajo, una nube tóxica y negra salió del maldito cilindro. En un instante la sala donde me hallaba quedó cubierta por una siniestra capa de polvo negro en suspensión que me hizo sentir añoranza de esos cascos luminosos que usan los mineros. Afortunadamente trabajo en una primera planta, porque si no la similitud con los mineros chilenos sería absoluta.
El equipo de limpieza se tuvo que emplear a fondo para dejar aquello impoluto, y la lavadora de mi casa todavía se resiente del esfuerzo que tuvo que hacer con mi impedimenta. Pero desde entonces cada vez que un aparato reclama una recarga de tinta, miro a otro lado. Y más después de saber lo de los explosivos ocultos en los tonners, aunque lo que que necesite la recarga sea un bic.
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