Un estudio más o menos científico ha demostrado que si en una granja a cada vaca se le asigna un nombre propio, se procura que siempre sea designada con él, y cuando al pobre animal le es enchufada la máquina extractora se pronuncia con ternura y cariño su nombre, la producción anual puede aumentar hasta en más de 200 litros.
Si tenemos lo que nos cuesta un litro de leche en el mercado no es una cantidad baladí, así que supongo que en poco tiempo todos los ganaderos procurarán darle un nombre a cada cornúpeta lechera.
Pero para eso no hacía falta estudio alguno, basta ver como cada toro de lidia que salta a la arena goza de un nombre propio de lo más variopinto, seguramente para que arremeta con más fuerza a todo lo que pille por delante. De la misma manera que desde hace años cada jugador de fútbol de ser identificado en la camiseta con la que juega. Aunque tal vez el motivo sea que el público pueda animar o insultar con mayor puntería.
Vamos, que para eso no hacían falta más estudios. Otro claro ejemplo es mi centro de trabajo. Desde hace años los jefes se empeñan en distribuirnos tarjetas con nuestro nombre y foto a todos los trabajadores, pero los destinatarios con igual obstinación y empeño, las perdemos, escondemos o simplemente dejamos olvidadas en un cajón. Y es que ya sabíamos que las intenciones no podían ser buenas viniendo de donde venían.
Otro ejemplo claro: 350 diputados en el Congreso, y ninguno tiene que llevar identificación alguna con lo fácil que debe ser confundirse con tanta gente mezclada. Luego pasa lo que pasa.
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